Para aquéllos a los que les queden mis letras.

Estaba perdido, en esta inmensa mar, sólo quedaba un sobreviviente en la nave, mi persona, aterrorizada por los mismos hechos que había tenido que insitar. No me conocía, en realidad no me conozco, ahora dicen que estoy loco, pero no lo estoy, en ese viaje me transformé en un genio, con habilidades más allá de lo que tu mente puede imaginar.
Me he transformado en un sobreviviente, experto en engañar a la muerte, y sucederá de nuevo esta noche.
No niego, no no, los cargos que me han puesto sobre el cuello. Son verídidcos, pero ellos solo son inocentes que nunca se han visto en semejanzas de mi situación, y como nunca lo harán, no llegarán a comprender mi nueva personalidad, que me aterroriza, pero que se es necesaria.
Era una noche cálida, pero siempre tuve la sensación de que un viento me soplaba, incluso en mi camarote.
Tenía dos compañeros cuyo nombre no mencionaré, ay dios, la terrible sensación de recordarles en vida. 
Fue rápido como las ágiles olas marinas.
En un momento lo pensé, y en menos de lo que pude gritar, aquella sombra dura e inflexible atravesó el umbral prohibido entre la vida y la muerte, entre lo conocido y lo que nunca nadia ha vivido para contar. Me pasó de largo, aún cuando mis gemidos y escalofríos retumbaban en el aire, y entonces, sin más, rasgo la cobija bajo la cual me escondía, observe entonces sus ojos, si es que de esa manera me puedo referir a aquellos portales que me llevaron a los más terrible miedos, los más temidos horrores, me llevó al infierno y de vuelta.
Y entonces, cuando mi sangre suplicaba muerte, ay dios, entonces se volvió ante la luz de la luna y pude  apreciar sus facciones terrorosas y hambrientas, de sangre, de muerte, y entonces se volvió, y entonces, mientras el miedo que me había impuesto me paralizó, los tomó sin formas tales, sin honor, ni gloria, los tomó del brazo y los levantó, en ese momento el camarote se volvió tan gigante como aquel ser  terrorífico alzaba sus brazos, tan alto y grande como la montaña más alta que hayas visto, y entonces le suplique, tomé sus túnicas negras y le suplique como si mi vida fuese a depender de las palabras que a continuación mencionaría.
-¡Déjame matarlos!
Aquel ser me miró y si decir palabra, sin mover sus labios podridos e inamovibles, entendi lo que pensó, lo que pensé, pues estaba en mi cabeza.
-Ya lo has hecho.

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