Aquél calvo, invisible

El cuarto vibra con el sonido de la guitarra.
El ser invisible que la toca se pavonea con sonidos que sólo los dioses podrían permitirse crear.
El cuarto reverbera, al compás, viajando hacia el austro.
La música que su mente compone es lo mejor que ha escuchado y escucharán sus oídos, terrenales, programados, educados.
El silencio, sutil pero inevitable, rompe el aire. Una cortina de terciopelo y seda que se desplaza por los graves, graves bajos sobre su espalda, contrastes de altura, se pierde la gravedad en una felicidad inusitada.
Una felicidad basada en la melancolía y la soledad.
El no sabe realmente que pasa, no duda en continuar, no se permite parar. No se permite pensar en parar.
A través del humo , repentinamente, bajo la falta de gravedad, el cuarto colapsa, se abre como un pétalo y se esparce, expandiendo su conciencia arbitraria, mundana, maniqueísta, pragmática.
La cierra en un sólo sentido conjunto. Los tambores-las voces-los soles que acaparan su vista.
Los mundos que están en su cabello.
No duda en parar. 
No lo piensa siquiera y se desintegra en el vacío.
Se pierde en el sentido.
La prosa recobra su aliento.
El alma se recupera en el viento.
Las lagartijas crean el árbol.
Los gatos inventan el prado.
El hombre bajo y calvo.
Con una pinza y un bajo.
Crea improvisada la melodía de su vida.
Crea la inusitada melancolía de su partida.



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