Mandaron la cabeza real al tártaro.


El cielo opaco se cubrió de sangre, y no quedaba más sobre esta tierra mojada que un olor a muerte y a rosas.

El sabor amargo del adiós se encontró con la felicidad en un momento insípido y sólo dejaba detrás un raro sentir de piel y putrefacción. 

Mis pasos se escuchaban sobre la lisa arena luminosa, blanca, suave.
Las huellas que dejaba desaparecían en un amargo grito sordo, y mis manos traicionadas colgaban inertes de mi cuerpo insípido.

Ella me guiaba como un extraño viento que atraviesa el dolor a mares, negro como un ácido vacío en la voz de la existencia.
Me llevaba tranquila, como música y risas, gritos y voces desgarradas.

Mis pasos se escuchaban fundiéndose con aquéllos cascabeles y tambores, con tanta dureza como las rocas rasposas que ahora remplazaban el llano desierto.

Un olor a sol y hombres que se fueron acordonaba la gran puerta.
-Llegamos. Dijo con su voz que asemejaba un millar de rocas cayendo y estrellándose en cuerpos jóvenes.
La desconfianza no existía, ni la tristeza ni el dolor.
Volvió a hablar, señalando un lago y un hombre viejo.

-Te dejo con un amigo. 
Le entregó un par de monedas amarillentas y oxidadas.
Yo seguí en el último tramo de mi viaje a Caronte.

Comentarios

Entradas populares