Detesto entonces el tiempo.



Cuando se va, de rodillas, esperando a que el viento le deje andar.
Cuando, cual rata de coladera, se esconde en la oscuridad y nada más no se deja ver. Hace que le busques, y cuando le encuentras, te toma por los tobillos, y te hunde en el profundo golpe de líquida esperma negra, de un torbellino negro e infinito de nada, muerte.
Detesto entonces el tiempo.
Cuando llega de improvisto, con traje y corbata, peinado para la ocasión, e incluso cuando no estés listo o no quieras abrirle la puerta, entra a tu casa y ordena tu casa, conforme a su gusto, conforme su idea. Cuando es intruso.
Detesto entonces el tiempo.
Pero creo que más que en cualquier otra ocasión, detesto el tiempo cuando te regala preciosos momentos, sin dejarte saborearlos del todo, obligándote en el subconsciente a vivirlos rápido, disfrutar sólo el segundo en el que nada más importa, en el que todo cobra sentido... y después te separa de aquello, y no te maltrata, no te hace nada, se queda ahí, desnudo, en la puerta de tu cuarto, sólo observándote en tu impotencia, en tu frágil naturaleza de soledad, esperando a que te quiebres de angustia, y te dobles de ausencia. ¿Ausencia de qué? Te pregunta entonces, burlón. Y no respondes... pero él lo sabe.
Ausencia de sucesos, de felicidad o tristeza, de maravilla o catástrofe, de sucia inmundicia o la más pura libertad.
Detesto el tiempo cuando, en un acto de odio y envidia, te hace tragar por la fuerza, no la falta ni la pérdida, ni mucho menos el exceso, no...
Te hace sufrir la ausencia de tiempo.

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