Enero. Finito.

El Cuervo había volado solo un tiempo. Le sentaba bien el invierno sobre las plumas. Le quedaban bien los copos sobre las alas. Enero infinito. 
De vez en cuando observaba en las copas de los árboles aves nuevas y diferentes que jamás había notado. De vez en vez notaba sobre las ramas algún pájaro cantor que iluminaba un poco el pasiaje blancuzco y tiritante con su doble voz.

Ninguno parecía tener aquella luz plateada...
Aquel destello sutil que brinca en las pupilas cuando te tienta el alma descalza.
Y el peso de las promesas vanas que cargaba ya pesaban.
Las grietas en las reglas de vuelo que él mismo había tenido que quebrar cada vez soportaban menos la materia andante vertiginosa cual molécula congelada en un instante.

Pero el cuervo siguió volando solo un tiempo. Surgiéndose de pronto extrañas cuestiones que le alimentaban el ansia. Creciéndole de súbito la insolación. Derritiéndose de sus alas los copos. Desvaneciendo de a poco el invierno bajo sus alas.

No está usted para saberlo, pero el Cuervo suele ser un animal de climas fríos. 
Le agradaba nada más.

No estaba él para saberlo. Pero el invierno ya acababa.

Y por primera vez, el Cuervo volaría bajo el sol.

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