Su piel ya no era Caronte.

Cuando recobró el sentido estaba en medio de la avenida, El peso del metal manteniéndolo en tierra. El peso de pensar quebrándole las piernas.
El aire frío quemándo sus pómulos. Y frente a él, nada. Junto a él, nadie.
La seguridad tranquila de que la paz química reptando hacia él... 
Nada como eso para ignorar el agua que rascaba la superficie muda de su cascarón de irrelevancia.

Dejó de tiritar mientras volteaba su cabeza hacia las paredes nuevas y relucientes, en ocasiones brillantes, de la ciudad maldita que le observaba atenta y lista para engullirlo en un abrazo de plata.
Pero no encontró nada. 
Veía como las hojas de los árboles caían y  volaban en un intento por regresar. Pero no había aire  moldeando su piel.
Podía ver el humo que surgía del agujero inmenso a la boca de la maquinaria que estaba a unos metros de sus pies. Seguía las figuras blancas y traslúcidas fluyendo entre las curvas de su cuerpo. Pero no sentía calor ni humedad. 
Se preguntó entonces. 
Se pregunto de cuántas personas sería cumpleaños ese día. Cuántas vidas nacían a cada segundo. Cuántos hoyos en el suelo eran ocupados por los huesos exhaustos de vivir, o de aquellos que todavía no querían morir.

Una vez un hombre de mediana edad, a medio morir, a la mitad de su camino a casa, le había dicho a medio hablar que aquellas mentes que ven la luz de la verdad o se quiebran cual hielo sobre las brasas, o se les duerme la mitad del cerebro para resistir el peso de vivir bajo la sombra de una realidad que no era más que un conjunto de mentiras.

Tal vez el preciso objeto de su ubicación no era más que una piedra que tenía que pisar para llegar al final. Se daba cuenta en la tácita firma de la noche que se iba, que no estaba ahí para hacer lo que había pensado en aquel trance ilusorio. 
El metal que llevaba cargando en su mano derecha le soltó el índice y pegó contra el suelo.
El pensar que llevaba pensando se quebró con el sonido del frío y el fuego.
Su mente, voló. Su cuerpo, murió. 
La realidad ya no era su Cancerbero. 

Su piel ya no era Caronte.


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