No hay protesta




Me suicidaría en protesta si pudiera,
por el destino horrible que nos han tejido,
los ciegos, 
los sordos, 
y los mezquinos...

más por su rigidez que su aparente ausencia, terrible,
que hace de nuestros pies el único ruido audible,
que vuelve nuestras voces un fuego en las costillas,
como un humo de seda, sin dolor pero sin vida.

Y cuando alguno de nosotros
se traza una apertura al cuello
y brota el vapor amargo
       [de las ideas, y las obras
              (ya sea por el excedido tiempo
               como prisionero del ocaso enternecido,
               o de la oquedad corrosiva
               entre el pecho y la espalda),
       podrido];
aquel fantasma de voz
nos lo bebemos todos
y antes de tragarlo
ya se convirtió en llanto.

Sin quitarnos la máscara neutral, sin embargo, ya le tomamos del cuello para besar con 30 labios de plata la herida efusa...

y aquellas dulces cadenas que nos colocamos a consciencia [pero incluso así, bajo la (tácita) orden del rebaño], siempre nos hacen recordar:

-ya es bueno sólo vivir, pero es mejor morir atado.-

El rojo paso del desgarre [que en su piel ya se despide], gracias a nosotros, vive. Mas sabemos que tras del espejo falso, nos mira sonriendo el vacío que dejaron los padres del engaño, muertos por su misma mano.


Cuando, lentamente, le regresa al involuntario suicida la respiración, susurramos cada quien una palabra de hielo a la pupila de su oreja.

De
esta
no
se
libra
nadie














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